Estigma. Marcas de la mentalidad cuartelaria en Bolivia
El licenciado Luis Zapata, decano de la Carrera de Estadística, de la Universidad Mayor de San Andrés, llamaba uno por uno a los nuevos alumnos. Cuando le tocó el turno a Héctor, la forma de presentarse captó la atención del docente quien, amablemente, le hizo la respectiva observación: “Descanse, soldado Tapia. Ya no está en el cuartel, yo no soy ni sargento ni teniente”. El estudiante quedó dubitativo por unos instantes y luego dejó de cuadrarse al más notorio estilo militar ante la autoridad académica.
Luego se desató una animada charla en la que quienes habían prestado su servicio militar abundaron en detalles sobre sus experiencias. Unos lo hacían con bronca y decepción, otros como luciendo su sufrimiento y mal disimulando su admiración por los oficiales o suboficiales más rudos. Allí detallaban, por ejemplo, la “recepción” que les habían dado los soldados antiguos, las “chocolateadas” (ejercicios físicos extenuantes), las “revistas” (exámenes), el “paseo por el jardín del amor”(pruebas de obstáculos)... No faltaron los recuerdos trágicos, como alguna muerte o accidente fatal; tampoco los otros, como la camaradería y algunas experiencias de abundante adrenalina.
Son recuerdos que hacen a no pocas reuniones bolivianas, parte del estigma cuartelario que crónicamente ha generado más de un debate. “Nos llevaron a lo que había sido el campo de concentración de presos políticos de Coro Coro —recuerda Pedro López (nombre ficticio), un docente—. Viajamos en tren de carga, encerrados a oscuras, desde Viacha y a la llegada un teniente de apellido Borda nos dijo: “Ustedes verán que en el cuartel todos vivimos en las mismas condiciones, desayunamos la misma sultana, almorzamos la misma lawa…”. Pero esa noche, mientras nosotros nos acostamos prácticamente sin cenar, los oficiales se fueron al pueblo a comer lomo montado”.
El exconscripto, que, al evaluar aquella experiencia, considera que tuvo más de negativa, recuerda casi airadamente a otro instructor. “Era un sargento de baja estatura, le gustaba hacer gala de sus músculos y tenía doble apellido Omodaca —describe—. Muy, pero muy violento. Solía andar con un palo de unos cinco centímetros de grosor. Tenía la fama de haber roto codos a quienes no sabían pararse perfectamente en la posición de firmes. Sus golpes eran demenciales, ni hablar de sus ‘cortos’ (puñetazos en la boca del estómago). Abusivo, cobarde, parecía un enfermo mental”.
No tan malo
Claro, hay quienes tienen una valoración menos crítica. Es el caso de Wilson Salinas (nombre ficticio), un empresario importador. Él recuerda que prestó su servicio militar en el batallón de la Policía Militar (PM) hace ya más de tres décadas. Concluye que valió la pena, aunque en días recientes un hecho público ha relativizado su valoración. Advierte el riesgo de que su vida hubiese sido seriamente afectada siendo entonces tan joven.
“Era bachiller, tenía buen físico, la PM atraía una especie de orgullo en sí misma, creo que me ayudó a enfrentar mejor la vida. Conocí buenos oficiales, como el mayor Colomo, pero, cuando ya íbamos a ser licenciados, había una especie de prueba final. Uno gritaba que era PM y corría hacia una casa impregnada de gas lacrimógeno, al pasar los obstáculos, recibía una golpiza feroz de sus camaradas. Esta semana, cuando vi ese video de los cadetes que se accidentaron en el Colegio Militar, recordé esa voz que te ordena hacer algo irracional. Me pregunto hoy si valía la pena algo así, si uno de esos golpes me hubiese dejado mal herido”.
Psicología militar
¿Cuál es el efecto de los sistemas de instrucción militar obligatorios en la psicología de los reclutas? El destacado psicólogo Carlos Velásquez Olguín enmarca las características del ambiente cuartelario y su influencia: “Son instituciones cerradas, en el sentido de que las personas desarrollan sus actividades vitales dentro de ese lugar. Todos los espacios cerrados generan una mayor influencia que los abiertos. Un cuartel tendrá mayor influencia que un colegio, por ejemplo, porque del colegio uno sale y tiene otra vida”.
El especialista añade que en los espacios cerrados uno de los aspectos fundamentales constituye la existencia de un nivel de autoridad superior generalmente inobjetable. Es decir, que los subordinados no tienen elección y si desobedecen, serán pasibles a sanciones y castigos. “Entonces en esos espacios se genera lo que se define como un sometimiento. La persona, en este caso el adolescente, no tiene posibilidad de huida, sólo tiene como opción obedecer, so riesgo de sufrir castigos, normalmente, corporales”.
En ese escenario, según los analistas consultados, los impactos que cada recluta asimila varían en función, sobre todo, al tiempo y al temperamento propio. Su continuidad o disminución dependen del contexto en el que proseguirán sus vidas. Vale decir que la forma de pensar, según la lógica que se imponga, se acentuará de acuerdo a la cantidad de instrucción recibida. Asimismo, los hábitos adquiridos de conducta como la obediencia estricta, los horarios y posturas rígidas adquirirán mayor intensidad cuanto más tiempo se permanezca en la institución.
“Mucho dependerá de si el conscripto tiene una naturaleza dócil, o es rebelde o si tiene espíritu de adaptación —explica el psicopedagogo con posgrado en Ciencias Sociales Elio Torrez Menur—. Ahí suma la duración de esta experiencia. Los hábitos pueden hacerse virtualmente permanentes si se ejercen durante años. Las conductas pueden cambiar y mantenerse a lo largo del tiempo debido a la presión del entorno ligada los castigos estrictos y al aislamiento en ese micromundo militar. Luego, si esa etapa, aún formativa, continúa en ambientes más o menos relajados, aquellos hábitos, esa mentalidad, permanecerán o irán disminuyendo, según el caso”.
Hijos “sarnas”
El exconscripto Salinas tiene una experiencia particular en relación a su progenitor. Recuerda a una persona que imponía ciertos hábitos adquiridos en el cuartel en su propia familia. “Nos advertía que si no nos gustaba algo del almuerzo, nos lo haría comer hasta que vomitemos que eso hacían en el regimiento Bolívar con los ‘sarnas’ (nuevos reclutas). Sus órdenes, simplemente, no se podían discutir. Descuidar normas de seguridad de la casa, como perder las llaves o no cerrar la puerta, generalmente, significaba una paliza o una reñida temible. Siempre tenía armas, pero bien guardadas. Cuando sonaban himnos o los ponía, de borrachito, en el tocadiscos se ponía a marchar, incluso, armado”.
No faltan quienes eventualmente han sido testigos de conductas relativamente parecidas ya sea en oficinas, sindicatos u otro tipo de organizaciones sociales. De acuerdo a datos del Ministerio de Defensa, las Fuerzas Armadas licenciaron en enero de este año 20.739 conscriptos, correspondientes al escalón semestral. Alrededor de 1.900.000 varones bolivianos prestaron su servicio militar en los últimos 66 años. ¿Cuánto influyeron los hábitos adquiridos en la sociedad boliviana?
Frases como: “¡Aguante, como en el cuartel, carajo!”, “¡Hasta contar tres, carrera marrrrr..!”, “¡¿Sabes con quién estás hablando?!” o “¡Aquí yo soy el que manda!” resultan frecuentes en ciertos ambientes sociales. Prácticas laborales como hacer que el nuevo “pague el derecho de piso” tampoco resultan extrañas. El espíritu de milicia suele destacarse igualmente en movilizaciones de protesta como en celebraciones cívicas y hasta escolares. ¿Cuáles son las causas?
Una doctrina
“Cierto, muchos chicos salen del cuartel con una especie de resentimiento psicológico e incluso social —explica el analista en temas de defensa Samuel Montaño—. Se portan prepotentes, mandones, incluso con sus hijos o en sus trabajos, o lo contrario, muy obedientes. Hay un detonante especial para ello. Desde 1964 hasta principios de los 80, hubo más de 4 mil militares bolivianos que estudiaron en la Escuela de las Américas. Los adoctrinaron con fuertes tintes de animadversión a mineros, campesinos, universitarios, etc. Les recordaban la derrota de la Revolución de 1952, la mostraban como la sombra comunista y los devolvían al país con esa clase de resentimientos”.
Montaño añade que, por esas y otras razones adicionales, la instrucción en los cuarteles resultaba especialmente violenta y condicionante con los campesinos y todo aquel “potencial comunista”. La idea era someterlo y transformarlo hacia su lado o dejarlo intimidado. Transformaron la conscripción al concepto de que quienes ingresan a ella deben “volverse machos” y aguantar todo, desde patadas y humillaciones hasta obediencia ciega.
“Siempre repiten que ‘el que va al cuartel es macho’, pero por el trato que le dan —explica el analista—. Otro sentido tiene una adecuada y normal instrucción militar donde los soldados deben experimentar necesarias exigencias. Aprenden, por ejemplo, a fortalecer el cuerpo, a pasar hambre, a realizar exigentes ejercicios bélicos, de resistencia en terrenos agrestes, hacer largas guardias, etc. Pero los maltratos obedecen a esa visión errada. Una visión que se extiende a, por ejemplo, el hecho de que, en los primeros destinos, los oficiales no tengan las comodidades que había en el Colegio Militar. Entonces se desfogan con los conscriptos y devuelven, muchas veces, individuos quebrados o resentidos a la sociedad”.
Justificativos
Los analistas consultados coinciden en que el estigma de esa concepción de machismo marca la instrucción militar boliviana, con todas las consecuencias que implica. Torrez añade que la mentalidad cuartelaría ha encubierto por décadas además “una forma indirecta de combatir la pobreza del Estado y la sociedad bolivianas”. Una afirmación que coincide parcialmente con lo expresado por Alfredo Sánchez (nombre ficticio), un coronel retirado de las FFAA.
“En un año, en los cuarteles, hay muchachos que queman aceleradamente etapas para civilizarse —dice Sánchez—. Ya sea los que vienen de confines donde no hay casi nada o quienes salen de los barrios pobres. Conceptos y disciplina de los que tuvieron ni idea en el colegio los asimilan allí. La instrucción militar confluye con eso, especialmente en Bolivia, seguramente tiene su lado bueno y su lado malo. Ahora, que hay debilidades, limitaciones y hasta malos oficiales, eso también pasa en todo el país. Y machismo, también lo hallamos en otras instituciones”.
Según datos del WorldFact book de la CIA, actualmente sólo 24 países en el mundo mantienen en vigencia el servicio militar obligatorio. Otros 20 lo establecen para casos eventuales y como opción cuando los reclutas voluntarios no cubren todas las plazas. En más de un caso, como Argentina y Chile, la abolición del reclutamiento forzoso obedeció a una recurrente polémica: malos tratos, violaciones de derechos e impactos psicosociales experimentados por los reclutas.