Gonzalo Ribero: El arte en pausa y los sueños de un maestro en retiro
Al ingresar a La Colonia, un hogar de reposo para adultos mayores, el aire se siente diferente. A pesar de la calidez de las plantas que adornan los pasillos y un lindo jardín, hay una sensación de pausa. Gonzalo Ribero nos espera en su habitación. El hombre que alguna vez fue un referente de la pintura boliviana, reconocido en galerías nacionales e internacionales, se encuentra ahora en este lugar, rodeado de sus propias obras, las que lo han acompañado en su último tramo de vida.
Junto a un compañero y un fotógrafo de la redacción, nos dirigimos a visitarlo. Nos acompañaba una sensación extraña, mezcla de respeto y curiosidad. Ribero, a sus 82 años, ya no pinta, pero aún anhela hacerlo. La edad, un accidente que le dejó la pierna fracturada y las limitaciones de su actual entorno son las barreras que le impiden seguir creando.
Al entrar, sus ojos, vivos y curiosos, siguen atentos nuestros movimientos. Nos recibe con una sonrisa cálida, aunque su rostro denota cansancio. No es la primera vez que nos vemos, ya habíamos realizado notas sobre él, en otros contextos muy diferentes, aquellos donde aún lo vimos hacer lo que ama: pintar.
“No se puede pintar desamparado”, dice, mientras su mirada se pierde en uno de los cuadros colgados en la pared. Su arte lo llevó a viajar por el mundo, a exponer en los principales centros culturales y a representar a Bolivia en importantes exposiciones internacionales, más de 65. Pero hoy, desde la soledad de su habitación, anhela volver a coger un pincel. “Podría ser”, responde cuando se le pregunta si siente que aún es capaz de pintar, aunque añade que coordinar de nuevo la mente con la mano es lo más difícil.
Ribero no es solo un artista; es un pionero. Fundó la Asociación Boliviana de Artistas Plásticos (ABAP) en 1967 y llevó su arte por el mundo, desde Sao Paulo hasta París, donde expuso en el prestigioso Musée d’Art Moderne en 1973. Cada pincelada, cada trazo, lo conectaba con la tierra que lo vio nacer, pero también con los países que lo acogieron como Brasil, Italia, y Estados Unidos.
Conversar con él es viajar por su vida y sus logros. Desde su juventud en Sao Paulo, donde estudió arquitectura y comenzó a pintar. A pesar de haber vendido casi todos sus cuadros, no siente apego por ellos. Para él, el acto de crear y luego desprenderse de la obra es un ciclo natural. “Es una satisfacción”, confiesa, sin arrepentimientos.
A lo largo de su carrera, Ribero vivió en Suiza, expuso en Ghana, fue invitado a Roma y vendió una de sus obras al expresidente de Costa Rica, José Figueres Ferrer. No obstante, a pesar de su éxito internacional, su mayor anhelo es ser recordado por las personas que aprecian y conservan su obra. “Me siento honrado de que tengan mis cuadros, uno pinta pensando en la posteridad, no solo en el presente”.
Y continúa con ese deseo de seguir compartir su arte. Gonzalo tiene aún alrededor de cincuenta cuadros en su casa, muchos de los cuales nunca se han expuesto. Su mirada se ilumina cuando menciona la posibilidad de una última exposición. Aunque las condiciones no son las mejores, la idea de mostrar esas obras inéditas le brinda esperanza.
Recuerda con especial cariño su serie de cuadros llamada “Pueblo Triste, Pueblo Alegre, Pueblo Promisor”, que expuso en la Bienal de Sao Paulo y que reflejan a Bolivia sin mar, los sombreros de las cholas cochabambinas, y un monolito.
Durante nuestra visita, lo vemos frágil, pero también lleno de anécdotas y recuerdos. A pesar de su situación actual, mantiene un optimismo reservado, aunque admite que estar en La Colonia no lo hace feliz. “No estoy contento aquí”, nos confiesa con sinceridad. Extraña su hogar, sus materiales, la libertad de crear en su propio espacio. Pero no se lamenta. Al contrario, se muestra agradecido por las visitas de sus amigos, de su familia y, sobre todo, por los recuerdos de aquellos viajes por los lugares mágicos de Bolivia.
La charla se fue llenando de otras anécdotas, sueños y frustraciones. Ribero, quien aún sueña con formas y espacios en los que se siente más feliz, deja entrever que el arte es su escape, su refugio. “Veo muchas formas”, dijo, refiriéndose a esos momentos en los que su mente lo transporta a mundos donde la creación sigue siendo posible.
A pesar de las dificultades que enfrenta hoy en día, encuentra en su familia un refugio de alegría. Al hablar de sus hijos y nietos, su voz adquiere un tono distinto, lleno de ternura. “Ando muy feliz con mis hijos, mis nietos”, dice. Tiene cinco nietos, y cuando están a su alrededor, comenta que se renueva.
En medio de los días monótonos de La Colonia, las visitas de su familia y sus amigos son un alivio en su vida.
“Cuando estoy con ellos, me siento muy, muy feliz”, repite.
Con la sabiduría que le ha otorgado su extensa trayectoria en el arte, les dice a los jóvenes artistas que “tienen que ser veraces”. En sus palabras resuena una exigencia de autenticidad, de encontrar una voz propia y que esa búsqueda sea constante.
Antes de despedirnos, nos habla de un proyecto inconcluso, un libro autobiográfico que su hermana está ayudando a concretar. Aún no tiene título, pero le gusta la idea de llamarlo “Bolivia, corazón y tierra” o algo relacionado con la piedra, porque las piedras, dice, siempre han sido su inspiración.
Al dejar su habitación, me quedé con la sensación de que Gonzalo Ribero tiene aún mucho por decir, aunque ya no lo haga con pinceles y lienzos. Mientras lo acompañamos al comedor para su almuerzo, su mirada sigue siendo la de un artista, una mirada que, aunque algo perdida por el paso del tiempo, aún tiene el brillo de alguien que nunca dejará de soñar con nuevas formas y colores.
Me despedí con un nudo en la garganta y la esperanza de que, algún día, esas obras inéditas que aún descansan en su hogar puedan ser vistas, y que don Gonzalo, desde su rincón en La Colonia, vuelva a ser reconocido como el gran maestro que es.