César Vallejo: “¿Y si después de tantas palabras no sobrevive la palabra?”

Cultura
Publicado el 14/04/2023 a las 18h20
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César Vallejo: a 85 años de su muerte

Sin duda, su muerte no significó la desaparición de su esencia y de su palabra, al contrario, se enraizó en los que día a día se convierten en centinelas de su eterna existencia y su constante renacer a la vida, aquella vida que no siempre se portó halagüeña y delicada, interponiéndose como un capricho entre la crueldad y la dicha. 

“Heces”, podría ser, en buenas cuentas, el emisario más delicado para poder transmitir todo el dolor interno del espíritu de Vallejo. “Esta tarde llueve, como nunca; y no tengo ganas de vivir, corazón.

Esta tarde es dulce. ¿Por qué no ha de ser? Viste gracia y pena; viste de mujer”.

César Vallejo constituye en esencia el reflejo del hombre identificado con el dolor. No comprendo tanta amargura en su espíritu, tampoco reconozco vitalidad en su mirada, pero sí concibo esa primavera tan profundamente incrustada en su palabra que, paradójicamente me hace sentir que todavía sonríe en su eterna sepultura. 

Mallarmé decía que la “poesía no se hace con ideas. La poesía se hace, ante todo, con palabras”.

De esas que salen de las profundidades como impulsadas por un vacío enloquecedor y que no buscan otra cosa que no sea sus propias figuras, sus propios vigores y sus propios arcanos.

“Quiero escribir, pero me sale espuma, quiero decir muchísimo y me atollo; no hay cifra hablada que no sea suma, no hay pirámide escrita sin cogollo”.

(…) “Si las férulas suenan, si es la noche,

        si el cielo cabe en dos limbos terrestres,

       si hay ruido en el sonido de las puertas,

       si tardo,

       si no veis a nadie, si os asustan

       los lápices sin punta; si la madre

       España cae -digo, es un decir-

       salid, niños del mundo; id a buscarla!..”

Ese es, quizá, uno de los fragmentos de “Trilce” que con más emoción, belleza y ternura leí por primera vez, fue más o menos en el otoño de 1980.  Una fecha inclaudicable, yo diría profundamente humana, tan cercana a ese instante premonitorio, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; y volvemos los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada.    

Han pasado 85 años desde aquel Viernes Santo místico y oscuro, en el que César Vallejo como una inevitable premonición encomienda su esencia y su palabra al supremo hacedor. Fue poco después de que las fuerzas franquistas fraccionaran al ya disminuido territorio republicano. El día se había cumplido con exactitud casi religiosa, su cuerpo inerte y desolado se alzaba triste, pero al mismo tiempo lleno de vida, ya no sería más su Santiago de Chuco el vigoroso escultor de respiros melodiosos y profundos, ya no se hablaría más de esas tardes domésticas con brillos hechiceros reflejados en el cigarrillo del indio abuelo. Hasta su idilio muerto, lloraría con lágrimas de humanidad salvaje, hasta despertar del sueño más profundo a un Dios despiadado y distraído. 

César Abraham Vallejo Mendoza nació un día que Dios estuvo enfermo, un 16 de marzo de 1892, en Santiago de Chuco, ciudad peruana, capital del distrito y la provincia homónimos en el departamento de La Libertad. Su vida transcurrió como una obligación instintiva, sólo su voz pausada era oída por él mismo, sin dar respuesta ni señal que le hiciera pensar que aún estaba vivo, que todavía estaba provisto de palabras fraccionadas por espacios vitales llenos de placidez. 

Cuando se lee la poesía de Vallejo, surge como una naturalidad telúrica esa dualidad que se siente en el corazón y en la cabeza. Para leer a Vallejo es necesario poseer la mente fría y el corazón tórrido, porque en los hechos es eso, es la conceptualización del hombre basada en su entorno desnudo, carente de fondo sensible, subjetivo, contrapuesto al sentimiento más puro y delicado que él mismo siente como humano. La dificultad de comprender esta paradójica dualidad se acentúa más cuando se describe a sí mismo como el más desprotegido y solitario de los mortales. 

“Hoy no ha venido nadie a preguntar; ni me han pedido en esta tarde nada. No he visto ni una flor de cementerio en tan alegre procesión de luces. Perdóname, señor: qué poco he muerto”.

Paralelamente a esta descripción solitaria, su misma palabra le presta energía para hacer una narración vital de su horizonte, un devenir fugaz y transitorio que es inmune a la permanencia y a la eternidad.

“Me siento bien, ahora brilla un estoico hielo en mí. Me de risa esta soga rubí que rechina en mi cuerpo”.

César Vallejo murió en París, un día del cual ya tenía el recuerdo, un día con lluvia fría y helada, llevándose como a sus únicos testigos, sus pasos, los caminos. 

No, no tienen forma sus palabras, tienen más que nada vida y muerte, día y noche, prisión y libertad. Y es que Vallejo ya había muerto el primer día que nació. Ésta lo perseguía como un fantasma, tal vez producto de sus frecuentes “muertes”.

Pero no todo fue sombra, también fue vida y luz. Santiago de Chuco lo vio nacer. Situado a 3.115 metros sobre el nivel del mar, con una distancia de 500 kilómetros de la capital. Era un poblado donde el polvo y el mineral se respiraban como elementos inalterables del aire andino. Así creció el hombre, en medio de tristes atardeceres y alegres despertares, cada uno, conducido del brazo por la lluvia y la guadaña hasta su eterna sepultura. 

“Dios mío, y esta noche sorda oscura, ya no podrás jugar, porque la tierra es un dado roído y ya redondo a fuerza de rodar a la aventura, que no puede parar, sino en un hueco, en el hueco de inmensa sepultura”.

Tal vez sea como dijo el uruguayo Mario Benedetti, “entre César Vallejo y Pablo Neruda existe una diferencia de contenido, de humanidad y de palabra. La poesía de Neruda es más un paradigma literario, en cambio la de Vallejo arrastra en sus palabras un contenido altamente humano y vitalista”. 

Siempre su muerte, su amor, su vida, su razón fría y calculada atornillada al recuerdo, para evocar aquellos espacios ocupados por el sentimiento más humano, que a pesar del tiempo no mueren, solo descansan en un sueño liviano y lleno de fantasmas.

“Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí; ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita la sangre como flojo coñac, dentro de mí”.

Su viaje a París, significó para Vallejo el punto inicial de esa extraña premonición sobre su muerte. El 13 de julio de 1923, la capital francesa le abre sus puertas con una indiferencia natural. Su tierra natal, ya contaría para entonces con dos libros de su autoría. “Escalas melografiadas” y “Fabla salvaje”. 

Vallejo nunca negó sus raíces provincianas, jamás se alejó de ellas, no poseía ese espíritu universal que lo desvinculara de su Santiago de Chuco.

Han pasado 85 años desde la muerte de César Vallejo y todavía nos parece que su cuerpo y su palabra poseyeran una constante frescura, de ese despertar diariamente y recordar que la vida pasa como raro espejismo, con “cánticos aleves de agostada bacante”. 

Pero lo más profundamente esencial y rico en Vallejo, son sus raíces andinas, no es una descripción romántica y épica de la geografía altiplánica, es ante todo una convivencia fraterna con situaciones cotidianas y domésticas de quienes representan a esos territorios. El ambiente se convierte en un habitante melodioso y triste, similar al yaraví pausado y melancólico que llora y se mantiene como emblema del ser más tímido que se ruboriza ante cualquier mirada extraña. 

Mitad hombre, mitad profeta, entre ambas cosas media su propia vida, una vida atormentada por sus espacios cortos de felicidad, una dicha que al mismo tiempo reclama libertad oportuna e insoslayable que le hiciera sentir lo que fue, lo que es y lo que será por siempre…

“Hoy y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista ¡la de ser libre! si no he de ser hoy libre, no seré jamás.

Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y esta es mi mayor cosecha artística. 

¡Dios sabe hasta dónde es cierto y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado colmado de miedo temeroso de que todo se vaya a morir a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!

Viernes Santo, 15 de abril de 1938, de pronto todo enmudeció, hasta los potros de los Bárbaros Atilas pisaban sus propios mantos negros. Su cuerpo ya no sería más su cuerpo, su palabra inmortal pasaría vigorosa ante la enérgica mirada de un Dios muerto que ayer estuvo enfermo en acmé delirante. Solo el crepúsculo despiadado anunciaba la muerte del más genial de los poetas hispanoamericanos. 

Ya no sería más Santiago de Chuco, la Lima afable de ciegos a distancia. Sólo era París, su Piedra Negra, su loza fría y remojada por la lluvia. El silencio con eco silencioso no hablaría más de las noches, de la lluvia, de los caminos. 

¡París!, César Vallejo, sólo muerte.

 

 

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