El príncipe y el perro
Las mismas habas, desde siempre, son capaces de cocerse en distintas ollas. Y eso no sólo pasa con ellas. Lo “universal”, como se le dice de otra forma, agita cualquier envoltorio. O cualquier cultura, como se las llama. De tal modo, el retrato y destino de cualquier terruño puede resonar bajo otros cielos.
Así, al leer esa maravilla de novela que es El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), uno encuentra páginas que podrían haberse escrito en otros paisajes “irremediables” —como los adjetiva el autor. Él mismo tenía el título de príncipe de Lampedusa y un día, pasados sus 60 años, se puso a escribir su novela, la terminó en otros dos años y al poco tiempo murió. Muchas de las páginas que escribió, a su vez, tratan de la muerte, sobre todo la muerte del personaje principal, el viejo príncipe Fabrizio que, por su parte asiste, como espectador desencantado e irónico, a la muerte de un viejo orden, de sus ritmos y linajes.
El absoluto pesimismo del príncipe sobre el destino de las tierras sicilianas donde la historia transcurre, se deja sentir, feroz, discurriendo en torno a la miseria eterna de la isla tantas veces ocupada por otros. Y el lector se inquieta, simultáneamente, al intuir la aplicabilidad de semejante escepticismo a muchas grietas semejantes, ocurridas lejos.
“¿Cree usted realmente, Chevalley, ser el primero en querer encauzar a Sicilia en el flujo de la historia universal?”, le dice el príncipe a una afanosa visita. A lo largo de “por lo menos veinticinco siglos” que muchos, llegados de cualquier parte a esa isla tan visible, ya lo habían intentado, pero en vano. Quienes más, quienes menos, todos proclamaron querer introducir mejoras. Siempre fue en vano, y el príncipe cree que lo seguirá siendo.
Es además muy lúcido sobre su propia encrucijada: “Pertenezco a una generación desgraciada, a caballo entre los viejos y los nuevos tiempos, y que se encuentra a disgusto con unos y con otros”. Como nos pasa, también, a quienes ya no veremos una siguiente e inminente nueva temporada de la historia, casi a punto de iniciarse y en la que el cambio climático, la inteligencia artificial y las guerras, las autocracias, las balas el narco, el acoso a la democracia, etc., etc., protagonizarán capítulos seguramente tan apasionantes como, ya todo lo anuncia, sin duda
espeluznantes.
A Chevalley, que fue a ofrecerle una senaturía, el príncipe no se la acepta de ninguna manera. Casi desdeñosamente, se explica: “¿qué haría el Senado de mí, de un legislador inexperto que carece de la facultad de engañarse a sí mismo, ese requisito esencial para quien quiere guiar a los demás?”.
Esa última frase, a seis meses de elecciones en Bolivia nos recuerda cuánto requieren engañarse a sí mismos los candidatos y, esto es peor aún, cuánto, y masivamente, se engañan a sí mismos los votantes, que otra vez en vano se la creen.
La novela retrata o cuenta de grandes cambios que suceden en la política italiana y a los que su gran personaje, el príncipe Fabrizio, asiste entre resignado y escéptico. En todo caso, sus previsiones no podrían contentar a nadie:
“Todo esto no tendría que durar, pero durará siempre. El siempre de los hombres, naturalmente, un siglo, dos siglos... Y luego será distinto, pero peor.
Nosotros fuimos los Gatopardos, los Leones. Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas, y todos, gatopardos, chacales y ovejas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra”.
A lo largo de la novela, por otra parte, siempre vemos entrometerse al perro Bendicó, que al final del libro, pasados los años, está embalsamado y apolillándose; hay que tirarlo pues, y entonces nos encontramos con esta frase final, a un tiempo dolida y deslumbrante:
“Mientras los restos eran arrastrados afuera de la habitación los ojos de cristal miraron con el humilde reproche de las cosas que se apartan, que se quieren anular”.
Columnas de JUAN CRISTÓBAL MAC LEAN E.