Los cuatro desaparecidos de Guayaquil y la racialización
El amor a los hijos es el amor más potente de la vida. No hay otro amor comparable.
Las ausencias y las presencias de los hijos pueden tener diferentes tintes y provocar emociones diversas. Pero los hijos le dan un sentido distinto a la existencia. Quizá el sentido más vital.
Los hijos son la expresión del futuro que no termina en cada quién y se prolonga en nuevas vidas y sueños. Los hijos abrigan esperanzas y propósitos propios. Ismael (15 años) Nehemías (15 años), Josué (14 años) y Steven (11 años) querían llegar a triunfar en el fútbol. Se veían a sí mismos, capaces de emular a los ecuatorianos estrellas del fútbol que se destacan en los equipos europeos. En ningún caso, se trataba de delincuentes juveniles.
Por eso la desaparición forzada de cuatro niños en las Malvinas de Guayaquil me ha dejado sobrecogida. He sentido el desconcierto y el dolor de sus madres, la tristeza ciudadana por la falta de seguridad real en barrios y ciudadelas donde habitan personas de diferente condición social, el silencio cauto de los vecinos que no se atreven a expresar lo que piensan y la impotencia de un país desgarrado por la violencia estructural, la corrupción, el narcotráfico, la delincuencia en escala y la política cínica que no cumple a los electores.
El punto referencial es un país donde el racismo pervive y la población negra aún es sujeto de escarnio y sospecha por la militarización de la seguridad ciudadana.
El hecho sobrecogedor es el de cuatro niños que iban a un partido de fútbol el 8 de diciembre de 2024 y, por razones no del todo claras, los militares los detuvieron y luego los abandonaron en el sector aledaño a la base aérea de Taura, donde operan grupos delincuenciales.
Los jóvenes desaparecidos vivían en un sector popular, incrustado en el denominado "suburbio", que ha sido por tradición un sector amplísimo de Guayaquil, donde los políticos han buscado votos y han tratado de captar a sus dirigentes.
También son barrios signados por la precariedad, la ausencia de cobertura social y seguridad. Se ha generado un conjunto de narrativas alrededor de la causa que llamó la atención de los militares para proceder a su detención.
En la Convención Internacional de los Derechos del Niño (CDN) se reconoce como niño a toda persona menor de 18 años. Es la Convención la que establece que el niño es un titular de derechos. Los niños en ningún caso debieron ser tratados con omisión de sus derechos fundamentales por parte de los militares que, según información de los medios de prensa de Ecuador, fueron detenidos por haber sido confundidos con delincuentes.
¿Qué está faltando en las políticas públicas, cuando los encargados del resguardo ciudadano confunden a niños y jóvenes con delincuentes comunes, sin considerar la atención preferente y el respeto a sus derechos?
Pero una cosa es equivocarse, en una sociedad altamente racializada como la ecuatoriana —donde el color de la piel se asocia con exclusión social— y otra distinta es dejar a los niños en un lugar considerado peligroso y en situación de vulnerabilidad e indefensión, a su suerte.
¿Se puede naturalizar la expropiación de la vida?
¿No están los agentes del orden y los militares —que cumplen en estos momentos tareas especiales de resguardo ciudadano en el marco de una política ejecutiva de seguridad— obligados a proteger en las calles la vida y brindar protección a los más desvalidos y vulnerables?
¿No existen acaso normas internacionales que señalan el interés superior del niño, que debe ser transversal en el currículum de la formación militar?
El caso es que el crimen perpetrado contra los cuatro menores no puede quedar en la impunidad, ni guardarse en legajos de declaraciones interminables en varias instancias que no arriben a sancionar a los culpables.
El Estado está obligado a demostrar su buena fe y su apego respetuoso a la Convención de los Derechos del Niño, pues el caso de los hermanos Restrepo de 20 años atrás, no puede ni debe repetirse, por error u omisión. Esa fue una vulneración ominosa de los derechos a menores, que aún exige justicia y verdad.
El Estado es garante de la protección efectiva de la vida y bienestar de niños y jóvenes en el territorio ecuatoriano y las autoridades de la cadena procesal penal tienen que aunar esfuerzos para esclarecer con premura los hechos acaecidos.
Es preciso recordar a la filósofa Hannah Arendt, que decía en una de sus conferencias, que “el mal no siempre viene de grandes actos, sino de la indiferencia colectiva”.
Ecuador necesita y demanda creer en una institucionalidad que no se resquebraje completamente y que podría aún experimentar signos de mejoría. Eso es a lo que aspiramos las y los ecuatorianos que amamos de forma incondicional nuestra tierra y creemos en el valor supranacional de los derechos humanos.
La autora es profesora titular de la UMSA e internacionalista
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