Abrazos fingidos y propósitos inútiles
Para que la visita de Papá Noel al preescolar de mis hijas fuera exitosa, recibimos una nota con la instrucción de enviar con anticipación un regalo para que el hombre canoso y barrigón —que, igual que Stalin, se inclina por el rojo y tiene anotados los nombres de aquellos que se portan mal— se lo entregara a cada niño. Sin embargo, me llamó la atención que en la posdata, además del rango de precio para los obsequios —algo acertado para evitar las frecuentes imprudencias—, hubiera un listado de presentes prohibidos, entre los que estaban, sorpresivamente, los libros.
Recordé de inmediato el episodio que viví el año anterior, cuando maestras y empleadas administrativas me miraban con el ceño fruncido mientras recorría el preescolar a la hora de salida. Una de ellas no se aguantó y me dijo, en tono recriminatorio —como si hubiera vestido a mis niñas con el calzón encima del pantalón o hubiera sazonado su merienda con llajua—, que, al ver las barbies que habían recibido sus compañeras, mis hijas se habían llevado una decepción con los libros ilustrados de Moby Dick y Mujercitas que yo les había regalado.
Buscando acercarse al sano equilibrio, mi esposa, psicóloga, sugiere que a los niños en Navidad se les regale algo que deseen, algo que necesiten, algo educativo —un libro, si el preescolar nos lo permite- y una experiencia familiar. Siguiendo esa pauta, fuimos a Brasil y nos embarcamos en un crucero enorme, con piscinas, restaurantes, teatro y casi todos los equipamientos de una ciudad de vanguardia.
Para poder financiar ese viaje —que el petulante exvocero definiría como una holganza anarcoliberal— anunciamos a las niñas algunos recortes presupuestarios, estilo Milei, que practicaríamos a lo largo del año. El principal: no realizar fiestas de cumpleaños multitudinarias, con juegos inflables, grupos de entretenimiento, magos, mozos, souvenirs y cáterin para los pequeños invitados y sus observadores padres, con quienes sostenemos, en contra de nuestra voluntad, una silenciosa competencia de exuberancia en cada celebración.
Salió caro, pero espero que queden grabados en su recuerdo la habitación con balcón frente al mar, el inmenso parque acuático en el último piso del barco y esa ola de cincuenta centímetros que hizo rodar a Lucianita y que en su retorno se tragó su gorra. Yo con seguridad recordaré esos episodios con mucho cariño, salvo el de la vuelta cuando, para variar, la deficitaria BoA (“¡Que no los engañen, compañeros, los socialistas sabemos manejar la economía!”, chilló el cínico Lucho Arce en un mitin reciente) nos hizo bajar del avión y nos regaló un retraso de campeonato que se extendió hasta cerca de media noche.
Cochabamba nos recibió más navideña que nunca. El alcalde/candidato presidencial, orgulloso como si presentara un proyecto de bosque urbano o de una planta de reciclaje de residuos, anunció que Cochabamba sería la ciudad con más luces festivas y con el árbol navideño más grande del país. Vaya propósito, Capitán. Semanas atrás, con la misma satisfacción, inauguró cuatro de 14 estaciones del viacrucis proyectado en el cerro San Pedro (¡!).
Determinado a no pagar mis impuestos con tanta puntualidad, continué surfeando en el océano de regalos superfluos, Papá Noeles cochalos con trajes transpirados y villancicos nauseabundos, con un resfrío tremendo que me sirvió de excusa para ausentarme de algunos eventos empalagosos. No pude, sin embargo, dejar de escuchar los mensajes trillados, con tufo a embuste, que los políticos nos enviaron por redes y radio a propósito de fin de año.
En este contexto gris, con una fuerte crisis económica, política e institucional y una sociedad con valores invertidos y educación paupérrima, los deseos de esperanza, amor y perdón que nos dispensamos en estas fiestas son ambiguos, imprácticos e insuficientes. En su lugar, escasos y apreciados lectores, deseo que este año experimentemos un buen sacudón que nos despierte del conformismo y del letargo y nos lleve a reaccionar con arrojo, responsabilidad y sentido crítico, pues esta realidad mediocre, de abrazos fingidos y propósitos inútiles, no va a cambiar si no cambiamos nosotros.
Columnas de DENNIS LEMA ANDRADE