Tras las huellas de los miserables
El inmenso valor literario de “Los Miserables”, obra del escritor francés Victor Hugo (1802-1885), no sólo radica en una evidente dualidad temática basada, fundamentalmente, en un contenido social y político descrito magistralmente en su novela más emblemática. En efecto, esa bipolaridad fluctúa entre lo romántico y realista, entre el bien y el mal, entre lo que es justo e injusto. Pero también es una obra maestra atemporal. Sus numerosas tramas se ajustan perfectamente a la realidad actual, seguramente, con similar potencia con las que Víctor Hugo las evidenció en la Francia de su tiempo.
Indecencias, venganzas, amor y desamor. Pero, sobre todo, egoísmos, traiciones e injusticias. Un cuadro del oscuro perfil del ser humano. Sus miserias y sus debilidades envueltos en harapos malolientes. Como los que seguramente los miserables de cuerpo y espíritu, en el fondo de su ser, los sienten y los sufren.
Los Miserables se comprende como una bandera en contra de la miseria humana, en contra de las injusticias y las desigualdades sociales.
¡He aquí su atemporalidad! La realidad pura y dura que se vive ahora corrobora, con mucho, la naturaleza miserable de la humanidad, su fatalidad y su destino.
La miseria humana referida a la moral, a la ética, a la solidaridad y a la carencia de sentido colectivo, es la que ha arrastrado hasta las cloacas las convicciones políticas genuinas. Hoy, los políticos, emulan, sin problemas, el vuelo rasante de las moscas sobre la mierda. Y eso es poco decir. La minúscula política, la miserable, esa que cuesta tanto eliminar, está más hedionda que nunca.
Los miserables tienen fachadas varias, así como los Famas se definen como entes burgueses, rígidos y ocupan altos cargos políticos y/o empresariales. También adolecen de sentido común y de ceguera diurna que les impide diferenciar el yo supremo del ser colectivo.
La historia de Bolivia es la historia de un anhelo perpetuo, el de pretender que la esperanza lo resuelva todo y que el devenir depende de la suerte y de los buenos deseos. Razonamos y nos comportamos de acuerdo a nuestras tradiciones, usos y costumbres y, desde luego, unidos todavía a un histórico cordón umbilical colonial llamado Conquista.
Nuestro comportamiento y nuestra forma de convivencia social y cultural están marcados por un presupuesto casi de amo y esclavo, pongo y capataz. Bolivia, es una nación de minorías que imponen su poder y su proyecto a una mayoría. Es un país labrado a fuerza de sometimientos y de miserias, egoísmos y estafa.
Pero también está ese rostro fratricida, acaso el más triste y peligroso, de una sociedad en eterna beligerancia, el de enfrentarse consigo misma, siempre, el de asumir el comportamiento canalla de un Caín que mata para ocupar la posición de su hermano. Desde luego que la muerte de Abel también es una metáfora. En el fondo, es la destrucción y la desintegración de una armonía que incomoda.
Es una orfandad, un vacío de conciencia que fue arrancada, asaltada por pura ambición. Entonces, es cuando se presenta la búsqueda de la identidad social o cultural, frenética, utilizando el argumento histórico de lo auténtico que, además, está reflejado en un espejo fabricado, forzado y tramposo.
La historia de Bolivia está sumida en una dicotomía fatal: así como me sojuzgaste, te sojuzgaré, así como me humillaste te humillaré, así como me destruiste, te destruiré. El poder político es un instrumento de venganza que siempre fue utilizado en beneficio de pocos y en desmedro de todos. Los tiempos históricos de este país están marcados por pasajes inconclusos, irreverentes e insultantes.
Una nación se forja en la diversidad, cierto, pero también se edifica sobre valores aprendidos, así como quiere Ortega y Gasset: “Una nación se constituye no solamente por un pasado que pasivamente la determina, sino por la validez de un proyecto histórico capaz de mover las voluntades dispersas y dar unidad y trascendencia al esfuerzo solitario”.
La trayectoria histórica de Bolivia se encarga de recordarnos a diario que este es un país irresuelto en su estructura social, política y cultural. Hay, en su esencia, todavía abigarrada, el constante tic tac de una bomba de tiempo que explota en las manos de todos los bolivianos. Esa es su tragedia y su inexplicable razón por la que una y otra vez la ingobernabilidad se viste de subversión y de conspiración.
En Bolivia, la democracia, como forma de convivencia elemental, más o menos armónica entre sus ciudadanos, no se la entiende ni se la asimila. Hay una ignorancia bestial en el modo de entender que las libertades de uno terminan cuando comienzan las del otro. En Bolivia, la democracia es un comodín de oportunidades para pillos que sojuzgan, roban, corrompen, denigran, agreden y complotan. A la democracia se la ha travestido, se la ha manoseado, se la ha convertido en la amante de los gobernantes y de su séquito.
Bolivia es un país en constante trance. Se manifiesta como un gigantesco signo de interrogación, un eterno presupuesto. Todo parece eventual, temporal, postizo, forzado. Y así como viene, también debe ser derrocado, destruido, hecho trizas, por una suerte de ignorancia democrática o por un destino de muerte.
En esta Bolivia conviven ciudadanos de distintas razas y lenguas, tienen raíces históricas diversas, diametralmente opuestas unas a otras. Hay universos sociales en constante disputa: prehistóricos, contemporáneos, progresistas, renovadores, demócratas, desplazados, humillados y ofendidos.
En Bolivia su clase política jamás pudo cohesionarse como un universo social en función del bien colectivo. Su historia política y social está atornillada a los sectarismos, a la miseria humana, a las mezquindades, a un afán casi genético de joder al otro. La historia de Bolivia es la del individuo en constante búsqueda de su filiación identitaria, casi siempre desde su origen social traumático, colonial y exponiendo un sentimiento de rebeldía e insatisfacción constantes.
Culpando al otro de todas sus desgracias, de su sojuzgamiento, de su pasado, presente y futuro. Pero también pervive un afán autodestructivo. Acabar con todo, una y otra vez y no avanzar, para que todo quede como siempre o, cuando menos, comience todo de nueva cuenta.
El país de Sísifo es también el de ese individuo que defiende a diario su gusto por su autodestrucción, es un masoquismo que corre por sus venas y su historia y que, por mucho, está representada en forma de subversión.
El presente que vive el país esté hecho en la horma de 14 años y más de engaños y estafas.
El gobierno de Evo Morales trastocó y desfiguró por completo la frágil unidad, esencialmente social y cultural, construida, de a poco, con sangre, lucha y desencuentros. Ese es el gran daño que le hizo Morales a este país, haber impuesto la amenaza y la intimidación como condiciones fácticas para gobernar en beneficio de él y de un puñado de delincuentes. El huido, perversamente, impuso un modus vivendi que, prácticamente lleva en sus espaldas toda una generación.
Institucionalizó la pillería y la subversión como instrumentos políticos, de gobierno y de “lucha”. Ahora, sus amaestrados entienden perfectamente esas lecciones.
Más allá de los conflictos sociales y políticos en este país, está el extravío, por completo, de un concepto de unidad y de respeto. Morales prostituyó la dignidad, la ética y la moral. Le puso precio a la legalidad y a la justicia. Fue y sigue siendo el Caín vengativo que se encabrona al pensar que fue defenestrado de su trono. Su pretendida perpetuidad en el poder y su voz de mando están ligados a ese trauma de individuo humillado y ofendido.
Una vez más la aciaga historia política de Bolivia se cruza con la de un sujeto que se encarna en traumas y conflictos irresueltos. Morales es el gran ejemplo de la destrucción y de la soberbia, nacidos desde la ambición, el resentimiento social y cultural. Aún utiliza el poder feudal de capataz para seguir destruyendo un tejido social que, esencialmente, fue ultrajado y humillado históricamente.
La traición retratada por Víctor Hugo en la figura de Jean Valjean es indiscutible: morder la mano que te da de comer, que te otorga seguridad y oportunidad. Es el lastre que sufren las sociedades y la nuestra, desde luego, la política rastrera unida a sus políticos ladinos.
Pero aquí hace una gran diferencia, Valjean reflexiona y retorna hasta el lugar de los hechos, arrepentido y dispuesto a pedir perdón y proyectar una nueva vida, hacer el bien, cumplir sus promesas, actuar de forma ética, perdonar y reinventarse, cosa que jamás ocurrirá en política, menos con los políticos de este país.
El autor es comunicador social
Columnas de RUDDY ORELLANA V.