Poder jesuita (IV)
El imperio incaico no cayó con la captura de Atahuallpa. Desarticular un gigantesco Estado, que abarcaba más de 2,5 millones de kilómetros cuadrados, tomó todavía más tiempo y, para ocupar el territorio, era preciso ocupar, también, las mentes de sus habitantes, que adoraban la naturaleza, sus fenómenos y accidentes.
La religión católica no fue impuesta por la persuasión, sino por la fuerza. Para reemplazar la espiritualidad de los pueblos andinos bajo el rótulo de “evangelización”, la Iglesia tuvo al menos seis concilios entre 1551 y 1772. Se realizaron en la Arquidiócesis de Lima, y se los denominó “limenses”.
Los jesuitas participaron a partir del segundo concilio, pero lograron imponer sus métodos. Habían descubierto que las mayores divinidades de los andinos eran las huacas —nombre que se usaba indistintamente para los cadáveres de los ancestros, sus sepulcros o lugares sagrados—, así que propusieron destruirlas o, por lo menos, suplantarlas.
En Potosí, la explotación del Cerro Rico fue resistida por los indios qaraqara, porque la montaña era una huaca, así que los españoles debieron encontrar una manera de quitarle su carácter sagrado. Se inventó, entonces, una historia fantasiosa: se dijo que, cuando el inca Huayna Capaj mandó a su gente a explorar el Cerro Rico, se escuchó una voz que decía que los indios no debían tocar su plata porque estaba destinada “a dueños mejores”, en alusión a los europeos. Esta versión, recogida por Luis Capoche en 1585, fue publicada cinco años después en la Historia Natural y Moral de las Indias, del jesuita Joseph de Acosta, y suplantó el culto a la huaca P’otojsi. Ahora es la versión oficial sobre los orígenes del Cerro y la repiten hasta los textos oficiales del MAS.
Acosta fue uno de los influyentes asistentes a los concilios, al igual que otro jesuita, Pablo Joseph de Arriaga, que, cuando llegó a Potosí, encontró que los indios qaraqara adoraban a una huaca en una quebrada llamada Mullu Punku, que era la puerta de ingreso a Potosí. Condenó esa práctica y, literalmente, la satanizó. Dijo que los indios adoraban al diablo en ese lugar e hizo entronizar allí la imagen de San Bartolomé. Luego propagó la versión de que este santo había derrotado al diablo y se reemplazó el culto a la huaca por el del apóstol. Arriaga es el autor de una obra cuyo título lo dice todo: Extirpación de la idolatría del Perú.
Con estos dos ejemplos podemos ver cuán fuerte fue la influencia jesuita en Potosí.
Es cierto que, en el balance, fue mayoritariamente positivo, pero eso no borra las prácticas de lavado de cerebro y alienación que fueron ejecutadas en tiempos coloniales.
Tanto poder tuvieron, y tienen, que la historia del cerro que brama sigue repitiéndose hasta el presente mientras que el culto a San Bartolomé dio paso a lo que hoy se conoce como festividad de los Ch’utillos.
Columnas de JUAN JOSÉ TORO MONTOYA