La naturaleza de luto
Es terriblemente decepcionante constatar que lo que menos desaparece en Bolivia es la corrupción. La sabemos como un mal endémico, histórico, profundamente arraigado en nuestra cultura política. Está impresa en las fábulas de Melgarejo, en la actuación boliviana en la Guerra del Pacífico, en las exhaustas minas en manos privadas y/o públicas, salpica lo logrado por la Revolución del 52, sangró con las dictaduras militares, enluta nuestra democracia. Cambian los momentos históricos, cambian las ideologías, cambian los proyectos de Estado y hasta los modelos económicos y territoriales, pero la corrupción perdura.
No es un tema banal ni secundario, dado que la corrupción es capaz de arruinar cualquier esfuerzo positivo que venga de la gestión pública. “El roba pero hace” es la aterradora certeza de lo capaces que somos de convivir con la corrupción como algo cotidiano y naturalizado. Además, todo corrupto tiene como una de sus principales insignias el tener un ejército de esbirros/as que se ganan la vida llunk´eando al poderoso de turno.
En líneas muy generales la corrupción significa que la administración pública se mal maneja para favorecer a intereses mezquinos individuales y/o particulares recurriendo a la maña y a la deshonestidad. Bolivia está catalogada entre los países más corruptos de América Latina porque la función pública es botín politiquero para compensar a militantes y amigos. Prácticamente casi todos los partidos que han gobernado este país han incurrido en la vieja práctica de colocar en los cargos públicos a los parientes, a los compadres, a los amigos y militantes. Ello lleva a que nunca se institucionalice la gestión pública y a que autoridades y funcionarios se acostumbren a percibirla como una agencia de empleos y a pensar compulsivamente en sus bolsillos a costa del bien común.
Por ello, es que son tan habituales, en la gestión pública boliviana, los “elefantes blancos” o millonarios proyectos de inversión pública de dudosa utilidad y peor planificación que muchas veces incluso cuestan el deterioro del bien común. Ahí está, por ejemplo, el caso de ostentosos distribuidores vehiculares que se comen áreas verdes, las canchas de pasto sintético y/o polifuncionales deportivos diseminados por todo Bolivia, los intereses plutocráticos de petroleros, mineros, loteadores y agroindustria extractivista tragando áreas protegidas y territorios indígenas y diseñando las políticas públicas desde hace décadas. ¿Y a quién pueden beneficiar los “elefantes blancos” sino es a una red de corrupción vinculada a la gestión pública, y que la parasita?
La cereza de la torta es que nada más y nada menos que el Ministerio de Medio Ambiente es el escenario de las últimas trastadas corruptas que denotan que en el “proceso de cambio” lo que menos cambia es la corrupción. ¿Qué se puede esperar si se presume que nada menos que el ministro de Medio Ambiente cobraba “comisiones” de las empresas adjudicatarias de obras al punto de supuestamente haber podido adquirir decenas de inmuebles en menos de tres años de gestión? ¿Y qué hay de otra denuncia que vincula a exautoridades de la ciudad más “prospera” de Bolivia con la depredación de megaproyectos inmobiliarios?
Esa es la seriedad con la que se toma el cuidado ambiental y la planificación territorial en Bolivia. La depredación camuflada por las mismas instituciones que deben velar por el medioambiente viene ocurriendo desde hace décadas, a nombre del mentado “progreso”.
Hace unos días falleció el Dr. Eduardo Antonio Morales Luizaga, un gran científico boliviano comprometido con la naturaleza y la defensa medioambientalista. Un hombre honesto, trabajador, de mucho conocimiento. Podemos decir que la naturaleza está de luto por la falta que hará una persona de esa calidad. ¿Por qué será que personas así casi nunca acceden al manejo institucional de los temas ambientales? ¿Tendría razón Sócrates cuando insinuaba que era difícil ver casada a la honestidad con el poder?
Columnas de ROCÍO ESTREMADOIRO RIOJA