Leovigildo Allende, Dios y el cura pedófilo
Fue así como empezaron las miradas morbosas y los toqueteos bajo las sombras, siempre bajo la estela de lo prohibido y muchas veces ante las miradas huecas de los santos de yeso.
Por aquel tiempo nadie hubiese podido pensar que aquel clérigo de ojos buenos y sonrisa ligera era en verdad el depredador de turno que Dios le supo asignar a Leovigildo Allende.
El padre Almazuela era un párroco llegado del Viejo Mundo, había sido formado en uno de los tantos seminarios medievales que existían en las grandes capitales europeas, y cumplía su misión evangelizadora al amparo de la Iglesia local y del lejano poder papal.
El día que Leovigildo Allende se enteró de que su antiguo guía espiritual había dejado escrito un diario en el cual relataba los múltiples abusos que cometió, sintió que un peso muy grande se alejaba de su alma.
Él mismo sabía, hace mucho, que las mañas y triquiñuelas del padre Almazuela, eran en verdad los insaciables deseos de un hombre que adoraba a Dios en las alturas, pero que amaba el hedonismo demoníaco en los abismos.
Nada, sin embargo, era todo eso comparado con la decepción que emergió en su corazón al enterarse que la mismísima Iglesia fue la que, ni corta ni perezosa, prefirió encubrir al clérigo pedófilo en vez de denunciar al pecador desaforado.
Sin tregua alguna, por su mente desfiló la imagen del papa afirmando con certeza y seguridad, la cháchara de la “tolerancia cero” ante el abuso humanamente diabólico.
—Patrañas —afirmó en voz baja.
No se trataba de un sentimiento descabellado, porque ahora, siendo ya un adulto hecho y derecho, reconoció en esa injusticia la certidumbre clara y precisa que años atrás le hizo notar que Dios no existía.
Su lógica era simple: no podía existir un Dios que consienta semejante barbaridad.
Cuando pensó que quizás podía tratarse de una cosa del diablo, descartó la idea porque sencillamente no era coherente pensar que un dios magnánimo y bueno acepte la existencia de una criatura así.
Fue entonces, hace ya tantos años atrás, que luego de ser vejado por el padre Almazuela, aún sintiendo su aliento de azufre y evaporándose todavía su sudor de puerco, llegó a una conclusión certera y honesta:
—Dios no existe.
El autor es escritor, ronniepierola.blogspot.com
Columnas de RONNIE PIÉROLA GÓMEZ