Ni mar ni banda
Quienes siguen mi columna, que dicho sea de paso ya lleva casi 25 años de aparecer en la prensa, saben de mi aversión a la plañidera boliviana por el mar, eso me hace un poco especial, o raro. Sí, soy de los pocos bolivianos que no quiere mar, y eso no me hace amar a Bolivia menos.
De bebé rechacé la leche materna, era alérgico a esta, e igual tuve una buena relación con mi madre, y tengo otra característica así, un poco contradictoria, soy del Colegio Alemán, y no me gusta la banda y eso, en ese espacio, es peor que mascar chicle en la clase, por lo demás, no reniego en absoluto de haber sido parte de ese microcosmos, que en mis tiempos estaba situado en la empinada calle Aspiazu de La Paz.
Mi rechazo a la banda del colegio está ligado a mi rechazo a los desfiles, que siempre me han parecido insulsos y aburridísimos, y el peor, el del 23 de Marzo, también mi rechazo a lo militar, y finalmente a lo nazi, más allá de que, como me comentó mi amigo Robert Brockmann, la Banda (de música) del colegio Alemán se habría creado mucho después de que el nazismo fuera derrotado en Alemania, y dejara de estar presente en las aulas de la Deutsche Schule.
Dedico esta columna al Colegio Alemán de La Paz, porque este año cumple 100 años, y se celebra el día del colegio, el 10 de mayo. Ese día fue inaugurado el edificio de la calle Aspiazu en el año 1942, cuando el colegio ya tenía 19 años de funcionamiento. No es una fecha muy buena, el 10 de mayo del 33, se quemaron los libros no arios en Berlín, y el 10 de mayo del año 40 Holanda fue invadida. Pero más allá de esas incómodas referencias, lo cierto es que el 10 de mayo es una especie de día nacional para un grupo humano, que es más numeroso que algunas de las naciones del Estado Plurinacional de Bolivia.
Yo no sé, parafraseando a Matilde, con qué hierbas nos cautiva, (no puede ser el pedo alemán, que algunos chicos usaban para interrumpir una que otra clase), pero lo cierto es que el sentimiento de solidaridad, y de compañerismo, es algo que los exalumnos verdaderamente pueden percibir cuando se encuentran en las reuniones de sus promociones, o en los encuentros masivos. No tiene que ver con el deseo de imponer puntualidad en el epicentro mundial de la impuntualidad, sino con lecciones laterales, con profesores especiales, unos de acá, otros venidos de Alemania, y, seguro, con las actividades extracurriculares.
El Colegio Alemán de mis tiempos, no era perfecto, todo lo contrario, la lista de defectos que se le puede achacar es inmensa, leímos menos de lo que debimos haber leído, era una isla, una burbuja, por lo demás, alguito de Goethe, de Böll, de Kafka, y de Nietzche nos llegó.
No deja de ser impresionante, que haya logrado llegar a los 100 años, no es poca cosa, el Centro Cultural Alemán, propulsor en su momento de su creación, y su actual propietario, merece un gran reconocimiento, es un proyecto cultural de verdadera envergadura, de seguro impacto, y de largo plazo. Aunque no única, ese tipo de iniciativas es muy poco frecuente en nuestro país.
El Colegio Alemán tuvo su período oscuro, se alineo al nazismo en los años 30, una mácula en su historial que no debe ser ignorada, pero logró sobrevivir a la declaratoria de guerra de Bolivia a Alemania, rebautizándose con el nombre que hoy ostenta, el de “Mariscal Braun”. Como buen establecimiento ligado a la República Federal de Alemania, tiene una clara postura respecto al horroroso pasado nazi, que debe ser recordado, ante todo para evitar el olvido y el mínimo brote de algo parecido.
No me siento orgulloso, ese tipo de orgullos son por lo demás ridículos, de ser un exalumno del Colegio Alemán, pero sí me siento muy feliz de serlo. Hay un sentido de pertenencia que no tiene que ver con prepotencias, ni complejos de superioridad, sino con el mero afecto, y un compañerismo que une a la más antigua exalumna con casi 98 años de edad, y al que no ha cumplido todavía los 19. Bello ejercicio intergeneracional, bello ejercicio de fraternidad.
El autor es operador de turismo
Columnas de AGUSTÍN ECHALAR ASCARRUNZ