Don Carlo
En la madrugada del 6 de abril, falleció en La Paz, a los 108 años de edad, don Carlo de Leonardis, queridísimo amigo de mi padre, de quien heredé una entrañable amistad y la de sus hijas. Don Carlo adoptó y quiso a Bolivia desde que llegó a fines de la década de 1940. Las conversaciones con él eran agradables por su lucidez y su encantadora personalidad.
La primera visita de don Carlo a Bolivia se produjo en 1949, solo por 15 días. Llegó en julio de ese año enviado por la Banca Commerciale Italiana, para explorar junto con el Banco Francés e Italiano para la América del Sur, la posibilidad de hacer sociedad con otras empresas que ejecutaban fondos de la cooperación de Estados Unidos en el mercado regional.
Llegaba por primera vez, luego de una experiencia centrada sobre todo en el continente africano. Había trabajado como profesional en Kenia, Uganda, Somalia, Tanganika (hoy Congo) y Eritrea. Durante la Segunda Guerra Mundial fue oficial en el batallón de ingenieros del Ejército italiano, en el frente de guerra entre Somalia y Kenia, sobre el río Juba. Participó en algunos combates con tropas inglesas y sudafricanas, hasta marzo de 1941, cuando los italianos fueron rebasados.
Aunque nació en el norte de Italia, en Brescia, junto al lago de Garda, solía precisar que fue casi por casualidad, ya que su madre y una hermana nacieron en África y vivían allí. Su educación primaria y secundaria la hizo en Eritrea, y la universidad en Italia, donde estudió ciencias económicas y comerciales en el Instituto Técnico Superior de Bari. La familia permaneció en África hasta que Italia perdió sus territorios coloniales.
Se suponía que su primer viaje a Bolivia no iba a prolongarse, pero un concurso de circunstancias lo hizo regresar, y luego quedarse aquí por el resto de su vida. Después de la Revolución de 1952 fue nombrado delegado y representante de la empresa italiana de ingeniería Techint y de la Fiat, pero otro factor fue el determinante: encontró a Julia, una cruceña que fue su esposa y compañera inseparable hasta su muerte. “El año 1952 fue un año especial porque nosotros hicimos la revolución y usted se casó”, le recordaba mi padre.
Se conocieron a mediados de la década de 1950, cuando mi padre era presidente de la Corporación Boliviana de Fomento (CBF) y don Carlo representante de Techint. Su primer encuentro no fue precisamente auspicioso de la amistad que luego iban a construir.
El grupo Techint tenía un contrato para construir el puente sobre el río Grande entre Pailas y Pailón, una obra de importancia porque mide 1.200 metros de largo. Don Carlo recordaba que recibió un día una convocatoria de la CBF para hablar con el presidente de la institución. “Una linda mañana” acudió a la cita que comenzó con mal pie, porque mi padre le espetó que Techint debía dejar de interferir con los trabajos que en ese momento se realizaban en el puente sobre el río Piraí, a cargo de otra empresa. El malentendido había surgido por la denuncia de un ingeniero de la empresa gringa, culpando a Techint de llevarse a los mejores obreros. La acusación no era cierta, según pudo demostrar don Carlo en un par de días, luego de un viaje de inspección a Santa Cruz.
A pesar de ese mal comienzo, se inició allí una amistad que duró lo que duró la vida de mi padre, que falleció en 1981 a los 67 años de edad. Gracias a la proximidad de ambos en Obrajes, La Paz, a apenas dos cuadras de distancia, se reunían con frecuencia en los años postreros de la vida de mi padre. Por esa amistad mis conversaciones con don Carlo eran siempre edificantes.
Además, tenía una memoria prodigiosa. Recordaba los detalles con seguridad absoluta, como si los nombres, los lugares y las fechas no hubieran envejecido con el tiempo. Incluso en sus últimos días, con un siglo y ocho años de yapa, con el cuerpo cansado y con sus días malos y sus días buenos, mantenía su mente lúcida. Voy a conservar de él la impresión de nuestro último encuentro, apenas cinco días antes de su muerte. Aunque no oía bien, participaba en la conversación con Babi y Micha, sus hijas, mientras se gratificaba con un poco de vino a la hora del almuerzo. Esa última sonrisa del brindis, un tanto pícara, es lo que me queda.
Me honró muchas veces con comentarios sobre mi padre: “Considero que la amistad con Alfonso Gumucio Reyes hace parte del patrimonio de mi vida”, me dijo en 2015. “Era un hombre sincero, abierto, un hombre político que se desmarcaba de los políticos que yo había conocido en ese entonces”. “La discusión con Alfonso no tenía ninguna traza de demagogia. Siempre pensaba en función de su Bolivia”, recordaba don Carlo, y añadía: “Era un hombre cristalino, que se mantuvo al margen de todo tipo de acciones que pudieran ser mínimamente observadas”.
Aquello que decía de mi padre podía perfectamente aplicarse al mismo don Carlo: un código de conducta intachable a lo largo de su vida.
Columnas de ALFONSO GUMUCIO DAGRON