Semana Santa
Crecido y educado como católico, nunca he podido dejar de fascinarme por los eventos que son recordados desde hace casi dos mil años, que tuvieron lugar en la Jerusalén de tiempos de Tiberio. Tengo que reconocer que tuve tiempos en mi vida, en la adolescencia ante todo, que la parte mística de esa historia me conmovió hasta el tuétano.
Como aficionado, como diletante de la historia, también me ha fascinado y me intriga hasta ahora el contexto político en el que ese hombre que había cobrado tal notoriedad que hasta fue considerado el Mesías esperado por su pueblo, terminó siendo condenado a una flagelación tan brutal y a una muerte tan atroz.
Quienes han perdido la noción de que política y religión son sinónimos, tal vez ni se preguntan, por qué tuvo lugar el juicio y la condena de Jesús de Nazareth, y solo piensen en la redención de los pecados, en la arcaica tradición del chivo expiatorio, y en la esperanza de la vida después de la muerte. Pero es posible hacer también una lectura un poco más prosaica.
El Jesús que conocemos de la Biblia condena drásticamente la acumulación de la riqueza, “el capitalismo” dirían feministas y otros, él dice que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos. Es posiblemente el discurso más subversivo que uno puede imaginar. Atractivo para los pobres, que eran la inmensísima mayoría de entonces, pero francamente destructivo para el orden establecido. Un discurso de ese calibre tenía que ser condenado brutalmente, tenía que ser considerado una blasfemia, y de alguna manera lo era, el Dios de Job, el de Abraham, el de Isaac y de Jacob, el de David y Salomón, premiaba a estos hombres con riqueza, y este nuevo profeta la convertía en anatema.
Con los siglos, y a medida que el discurso subversivo de Jesús fue hallando eco hasta en el centro del imperio, el poder fue entendiendo que el camino era, en vez de combatir el cristianismo, asimilarlo, y domesticarlo, y poco a poco surgió una Iglesia que tiene un discurso tanto para los pobres como para los ricos, un complejo entramado con sentimientos de culpa, pero con espacio suficiente para que la acumulación no sea una condena automática.
A la humanidad no le fue mal con esa receta, occidente, quieran o no, motor del desarrollo del planeta, y de las libertades, es lo que es gracias al cristianismo, y eventualmente a esas sus contradicciones.
Hoy al medio día, luego de la misa de Pascua, en una iglesia construida en tiempos virreinales, será bautizado el miembro más joven de mi familia, este acto me conmueve, porque inmediatamente pienso en la cadena de bautizos que une a este bebé con sus ancestros, ¿los europeos habrán sido bautizados por primera vez hace unos 1.300 años, los africanos hace 400, los primeros indígenas entre sus antepasados en esa misma época, o un poco antes?
No deja de conmoverme esa tradición milenaria, tributaria a su vez de una más antigua, como lo recuerdan Brockman y Peñaranda en su reciente libro, como lo dijo Voltaire, de alguna manera, somos judíos con prepucio.
Hoy en día hay una moda en decir que los niños no deberían ser bautizados porque deberían poder escoger su religión siendo adultos conscientes, personalmente creo que, paradójicamente, un niño bautizado tiene más opciones de elección que uno que no lo es. El catolicismo tiene sus serios bemoles, sobre todo en estos tiempos de libertad sexual, tan posible hoy gracias ante todo al desarrollo de la medicina. Pero tiene un contenido, un mensaje valiosísimo, respecto de la compasión, del perdón y de la humildad, incluyendo el retro anticapitalismo de Jesús.
El pequeño Leonardo, hijo de mi ahijado, podrá escoger ser ateo o creyente, o tal vez sea lo uno o lo otro sin escoger, pero el acto de este Domingo de Pascua, lo convierte en un eslabón más de una gran tradición de la que no es necesario renegar.
El autor es operador de turismo
Columnas de AGUSTÍN ECHALAR ASCARRUNZ