La felicidad y los recursos naturales
Atraqué en el puerto Why Is Finland So Happy (por qué Finlandia es tan feliz), una explicación del uncommon knowledge (conocimiento poco común) dentro de un librito de The Economist que un mecenas me enviara desde Estados Unidos, tal vez para airear la cargada atmósfera de opiniones de periódicos estadounidenses, casi siempre enfrascados en la política interna.
Mientras tanto, la mayor parte del mundo se revuelca en miles de enfermos, fallecidos y vacunas siempre insuficientes contra la Covid-19, cuando no mueren boqueando por falta de oxígeno. América Latina superó hace unos días la barrera del millón de muertos; sería superfluo detallar cuántos se deben a qué, solo se anotan porcentajes, menos urticantes, tal vez-
Los países “ricos” de la región –que merecen tal apelativo en la prensa gringa: Brasil, Colombia, Argentina, Perú. Chile y Uruguay encabezan la lista de población vacunada. Nuestro país, “mendigo sentado en trono de oro”, se ilusionó con mentiras de falsos intelectuales que situaban Bolivia entre las naciones de ingresos intermedios en camino a igualar a la millonaria Suiza. Se rifó un fugaz período de vacas gordas por el auge del gas natural y altos precios de minerales (antes, la plata del Cerro Rico; siempre destacado en producir estaño), hoy plomo, zinc, antimonio nos sitúan en lugares destacados. Antes, un pachamamista objetó acceder al Atlántico por hidroeléctricas binacionales y esclusas, hasta el río-mar (el Amazonas) por los pececitos que morirían; ahora ni respinga por el envenenamiento de ríos amazónicos.
No es la primera vez que contrasto Finlandia y Bolivia. Suomi, como en su idioma llaman los finlandeses a su tierra, es un pequeño país escandinavo donde no se quejan de hinchazón en las piernas por agujetas de frío de 20 grados bajo cero, en la mayor parte de su territorio, cercano o dentro el círculo polar ártico. Es el clima anual, que amaina durante un par de semanas veraniegas; la luz solar apenas llega la mayor parte del año.
Si bien en la década de 1860 sufrió una hambruna que aniquiló a un gran segmento de su gente. En 2018, un informe sobre la Felicidad Mundial situó al tope a los cinco millones y medio de sus ciudadanos. No fue casualidad, sus primas hermanas nórdicas la seguían. Ese informe utilizó variables mundiales sobre ingresos personales, apoyo social, esperanza de vida, amplitud para decidir el futuro y, tal vez lo más importante, vivir libres de corrupción. La conclusión fue clara: “sociedades felices son las que disfrutan de sistemas sociales que favorecen a su gente, con instituciones que evitan la exclusión social”. No sorprendió entonces que los países más pobres y violentos eran los más miserables.
Quedó colgando la pregunta: ¿Por qué un país rico como Bolivia es tan pobre?
Viejo que soy, evito los viernes de soltero, cuando relampagueaba el tema de ser privilegiados en la repartija de recursos naturales, pero condenados a sufrir una población escasa, ignorante y prejuiciosa. Creo que la corrupción es el meollo del problema. Lo facilita la escasa y sesgada educación de la población, encima, dominada por el centralismo de una capital de facto, a su vez secuestrada desde fines de 1700 por una levantisca minoría indígena, en un inmenso territorio de gentes prejuiciosas, por no decir racistas.
En efecto, luego de una larga guerra independentista, Bolivia gozó de prestigio militar confirmado por una bala perdida. Tres guerras después, de imprevisiones, soldados valientes y generales pura-pinta, y de perder otro tanto por diplomáticos chambones, el país fue mutilado a un rico territorio del tamaño de Texas y California juntos, pero sin los millones de gentes de esos prósperos estados yanquis, a su vez despojados de México.
Es cosa de comparar indicadores. Bolivia tiene dos veces la población de Finlandia y tres veces su extensión, reducida en el norte escandinavo la mayor parte del año por tres cuartos cubiertos de nieve. Son obstáculos que nuestro país compensa con cesiones territoriales de tres guerras perdidas en mares sin barcos y selvas ignotas. Aparte de la contaminación de sus urbes y la tala de sus bosques, se suma la impune contaminación de lagos y cordilleras con deslaves mineros que fluyen a ríos platenses, y oro aluvial en sus ríos amazónicos envenenados con mercurio. ¡Viva la Pachamama!
Más allá, resalta el contraste de sus indicadores sociales. Bolivia no ha innovado la explotación minera con el reclutamiento forzado de comunidades campesinas que los españoles practicaban en Potosí. Tiene un ingreso nacional de cerca de 40 mil millones de dólares anuales, comparados con los casi 270 mil millones de dólares finlandeses, tal vez debido a que los unos tienen un bajo nivel educativo de supuestos letrados que nos gobiernan, mientras los otros comparten un buen sistema educativo y servicios de salud gratuitos, un envidiable nivel de vida con más sauna que autos, e inexistente corrupción. En el otro extremo, Bolivia sufre la tercera ola de la pandemia de Covid-19.
¿Será que la ausencia de corrupción conduce a la felicidad?
El autor es antropólogo, win1943@gmail.com
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