La Covid-19 y la salud mental
Al 26 de enero de 2021 el número de casos de Covid-19 en el mundo alcanzaba la cifra de 99.801.418, de los que 2.142.526 habían muerto lo que indica que la pandemia se complica sobre todo en Latinoamérica, Norteámerica, y Europa, donde las mutaciones proliferan.
Por doquier se registra un paulatino deterioro mental de la población, ocurrido en los 12 meses de desaceleración de toda actividad humana, amén de la saturación y hasta improvisación de hospitales, clínicas, suministros y personal médico, e incluso la reampliación de cementerios. La persistente presión ha recaído en galenos de toda especialidad, enfermeras, enfermeros, estudiantes de medicina, farmacia, curanderos y otros, además de la proliferación de pseudo medicinas y la angurria de comercializarlas a como dé lugar.
La cantidad de decesos en nosocomios ha hecho que se agote la capacidad de recepción y tratamiento de enfermos y que aumenten las muertes en casas particulares y otras; amén de la circunstancia funesta de no poder ver al ser querido muerto en un hospital por temor al contagio. Dejar el cadáver de un allegado en la calle no puede ser sino psicológica y psiquiátricamente enfermante para los deudos y para el público en general. A esto se añaden los desalmados pagados que, en su momento, el año pasado, bloquearon carreteras en Bolivia impidiendo el paso de suministros muy necesarios en tiempos de plena pandemia.
De allí que venga a ser normal que la gente se sienta angustiada, molesta y hasta enojada, que pierda la memoria incluso la de corto plazo, y que le cueste ordenar sus ideas y concentrarse. La salud mental se vuelve un tema recurrente que, menos mal, se siente aliviado por los medios electrónicos y la facilidad de compartir presencialmente con el prójimo distante.
La demencia (del latín dementia que “cualidad de salirse de su mente”) es una enfermedad que provoca las capacidades cognitivas debido al deterioro progresivo de las funciones cerebrales. Según la Wikipedia, en 2014 hubo 47,5 millones de casos de demencia en el mundo y su impacto en la calidad de vida del enfermo y sus familiares es enorme. En 2020 la cifra debe ser mayor. Un artículo de H. Robinson, aparecido en la publicación estadounidense The Atlantic dice que antes de la pandemia, el 9,8% de la población de EEUU sufría de alguna forma de depresión, hoy alcanza el 19,2%. En las Américas la cifra debe ser mayor porque las circunstancias de convivencia se han ido deteriorando por razones económicas, sociales y políticas de vieja data. En 2020, con la pandemia, se han visto exacerbadas sobre todo por su intensa propagación.
Perder el empleo, debilitar e incluso perder el negocio –excepto quizá el de elaboración de alimentos y suministros como electricidad, agua potable, trasporte–, es sin duda paralizante, lo que afecta la actitud vital del sufriente proveedor o consumidor-cliente que desde su domicilio se da cuenta de que no puede hacer mucho fuera de velar por su familia con sus ahorros y la esperanza de volver a ser asalariado por lo menos en cierta medida… que de pronto se cumple a medias o a cuartas, “gracias a Dios.”
Es que eso de: “a Dios rogando y con el mazo dando” no va, porque la pandemia nos ha quitado o nos va quitando el mazo. Es una situación que no deja de ser deprimente porque se percibe que no tiene salida, lo que afecta el comportamiento sobre todo domiciliario. De ahí el inusitado aumento de lo irracional que se traduce en la violencia familiar y callejera, todo provocado por la depresión de la que es víctima una gran cantidad de gente que hasta hace poco gozaba de mente sana en cuerpo sano. Y el virus, y sus estragos, continúan.
El autor es miembro de número de la Academia Boliviana de la Lengua
Columnas de JORGE V. ORDENES-LAVADENZ