Del murciélago al pulmón humano
El coronavirus, en cruzada de conquista de territorios biológicos que descubre, invade, acapara y consume porque su naturaleza lo exige y porque el orbe biológico, sobre todo humano, ofrece, aloja y nutre vulnerabilidades inherentes a nada menos que sus células, por supuesto que sanas e inofensivas, que aquel invade inmisericordemente con la saña de un entrometido que no tiene más norte que saciarse, multiplicarse y matar esas células indefensas que tienen la desgracia de ponerse en el camino de ese virus que se multiplica con la facilidad del milagro, mundanamente llamado contagio de pandémicas proporciones.
Y encima propende a mutar para contagiar más rápidamente, como sabiendo que sus víctimas procuran elaborar medios para limitar su radio de acción en pos de acorralarlo del todo. Pero ¿de dónde procede semejante maldad de la naturaleza que, observada y hasta sopesada con calma, es una manera cruel de multiplicar una guadaña mortífera?
Por miles de años un parásito sin nombre vivió en el murciélago herradura, en el sur de China, sin que este animal se diese por aludido, aunque en su momento aquel devino en el coronavirus SARS-CoV-2 que migró quizá a un pangolín, que es un mamífero de cuerpo alargado estilo oso hormiguero común en Asia y África donde se lo trafica ilegalmente en mercados de animales vivos desde hace marras y es, en estos sitios, que el SARS-CoV-2 tomó un curso genético desconocido pero que mudo fortalecido para provocar lo que ahora se conoce como Covid-1, la enfermedad que ha encontrado en el ser humano, seguramente también entre otros, un territorio de expansión óptimo para sus designios mortíferos que ya va costando millones de seres humanos en 2020 y continuará enfermando y matando en 2021.
Y qué si el virus fue un descuido del laboratorio de Wuhan. Al respecto, el editorial del Washington Post= del 4 de enero, 2021, señala que el 30 de diciembre de 2019, la Associated Press dijo haber investigado el asunto in situ, y que China había implementado estricto control a la investigación del origen del virus. C. Kormann, de la revista New Yorker, afirma que los números que se dan a conocer diariamente no dan toda la verdad ya que, según un reciente número de la revista Science, por cada caso confirmado de Covid-19 en el mundo, hay entre 5 y 10 no identificados. El profesor Jeffrey Shaman, de la Universidad de Columbia, afirma que las pruebas individuales que existen no son fieles. Los médicos de salas de emergencia de hospitales hacen saber por medios sociales que éstas no abastecen. El médico Daniele Machini, de Bergamo, Italia, dice que la situación se parece a “un sunami que nos avasalla”.
Al exterior del organismo que lo porta, el virus es inerte, casi sin vida, pero no muerto. Cien millones de coronavirus caben en la cabeza de un alfiler; miles o docenas de miles son necesarios para infectar a una persona o un animal. Investigadores de los laboratorios Rocky Mountains, de Montana, EEUU, han determinado que en superficies de cobre sobrevive cuatro horas, en cartón 24 horas, en acero inoxidable y plástico hasta tres días. Por otro lado, permanece vivo tres horas flotando en el aire en microscópicas partículas, sobre todo en espacios cerrados donde personas infectadas, incluso sin saberlo, los exhalan hablando, tosiendo o estornudando.
Si bien las partículas a la larga pierden su efectividad, se sabe que los 10 primeros minutos después de ser lanzadas son muy contagiosas. De ahí que las aglomeraciones de personas sin barbijo ni distanciamiento social sean pasto de contagios… y huestes de enfermos y muertos que hasta iniciado enero de 2021 no merman.
El autor es miembro de número de la Academia Boliviana de la Lengua
Columnas de JORGE V. ORDENES-LAVADENZ