El basurero nuestro de cada día
La cantidad de basura dejada en las calles por el público que asistió el sábado a ver el Corso de Corsos —22 toneladas— asombra por su magnitud. Sin embargo, en rigor, no tendría que ser alarmante, pues no es algo extraordinario entonces.
Pero también tendría que suscitar unas necesarias reflexiones acerca de los hábitos que tenemos los cochabambinos como citadinos, es decir, la manera cómo nos conducimos en los espacios compartidos por todos: las calles, parques, plazas, mercados y los locales públicos cerrados.
Y es suficiente caminar un poco por casi cualquier lugar de la ciudad, para constatar que la basura está ahí, igual que las hierbitas que crecen en las junturas del pavimento: en todas partes. Claro que hay lugares donde su acumulación es más impactante. Y alarmante: como en los predios a medio a construir de lo que iba a ser el Hospital del Niño —al lado de la Maternidad, en la manzana del complejo hospitalario del Viedma, esa esquina con rejas donde los peatones, y quizás también los vecinos, tiran sus desechos—, o repugnante: como en las proximidades de los mercados grandes o de la Terminal de Buses, o en calles menos frecuentadas y vecinas de vías con alto tráfico vehicular, en lugares, medianamente discretos, donde algunos desadaptados urbanos se alivian de sus urgencias fisiológicas.
Y los sitios más visibles y mejor frecuentados tampoco se libran de las cochinadas, porque así sean vasos de Coca-Cola, envases de Burger King o botes de cartulina que sirvieron para contener pipocas, son desperdicios y enconchinan si no están en un basurero.
Y precisamente es eso lo que hacemos de esta bella y sucia ciudad: un basurero. Todos: los escolares que se ponen un caramelo a la boca, cualquiera que consuma un bocado que viene empaquetado, los elegantes jovencitos o adultos que circulan en lindos coches, los serios señores y las atractivas damas que comen o beben algo y también los que fuman un cigarrillo o se limpian la nariz con un pañuelo de papel, todos botamos lo inútil al suelo. El suelo del lugar donde estamos, o por donde pasamos, se convierte así en un basurero.
Un basurero en el que vivimos. ¿Será que es así porque en alguna parte de nuestro yo íntimo concebimos que no merecemos algo mejor?
Periodista de Los Tiempos
Columnas de NORMAN CHINCHILLA